Las economías familiares no muy boyantes, y la
necesidad de administrar con perfil “conservador” el siempre escaso “estipendio” que
recibíamos de vez en cuando (podíamos contar que cayese “algo” con carácter
casi fijo con ocasión de Reyes y cumpleaños, santos y otras festividades, y
ocasionalmente, en caso de visitas de familiares), nos obligaba a una vez
leídos (y releídos) los TBOs y novelas
que teníamos en casa, cambiarlos por otros.
Esta operación podía consistir, en un mero trueque (a
la par) con algún vecino o compañero, variante ésta que quedaba agotada al poco
(dada la escasez de “material”, el número de posibles cambios era ciertamente
limitado).
Ante esta oportunidad de negocio surgieron “emprendedores”
que, instalados en un pequeño cuchitril, y una, más o menos abundante, dotación
de TBOs, revistas, novelas y libros, ponía un negocio basado tanto en la avidez
de lectura de sus clientes y posibles usuarios, como en su minusvalía en términos
económicos. Y en estrecha colaboración con mi vecino, también ansioso de
lecturas, fuimos de esos usuarios. No se si llegamos a ser clientes
preferentes, pero los dos juntos actuábamos con una “calculada estrategia”,
leíamos más y así nos ahorrábamos algo. Hacíamos “sociedad” y una vez realizado
un cambio, aprovechábamos para leer los dos el nuevo libro….
Recuerdo que en la pequeña y oscura tiendecica de la
calle Abtao, casi esquina a Cabanilles, nuestro “suministrador”, disponía su
material en mesas, aprovechando su reducido espacio o sobre el mostrador,
convenientemente “etiquetadas” con mano temblorosa:
- TBOs, -en sus diversas variantes-,
- Novelas de amor –despreciadas por la chiquillería-,
- Revistas –tampoco buscadas por los chavales-,
- Novelas de tiros o de aventuras o policiacas o de misterio de formato similar a las colecciones de bolsillo de hoy en día –más cercanas a nuestros gustos-,
- Libros de pastas duras –que aunque siempre apetecibles, generalmente quedaban lejos de nuestras posibilidades de cambio, como explicaré más adelante-, y
- otro Material reservado que situado más allá del mostrador, a los canijos no nos era posible ni examinar, y que cada uno se imagine lo que quiera….
Sobre estas mesas a su vez se disponían los elementos
en cajoneras, en las que la clasificación era por el estado de conservación del
material, según una escala difícil de definir, pero que iría desde el “nuevo”
(elemento completo, es decir con todas sus páginas, leído pero en buen estado),
al “astroso”
(equivalente a algo de apariencia mugrienta, fruto de haber pasado por cientos,
si no miles de manos, con la portada recortada en las esquinas, o incluso
arrancada y unida posteriormente con un papel adhesivo, y que no era raro podía
adolecer de la falta de alguna página interior), pasando por varios niveles
intermedios.
Los que no hayan conocido en vivo estos
establecimientos, es bastante ilustrativo darse una vuelta por los puestos y
tenderetes de la cuesta de Moyano, y con un poco de imaginación, se podrán
hacer una idea de lo que en esta descripción no he conseguido detallar.
Lo que no he dicho es que para poder ser “cliente” de
una de estas tiendas de trueque, únicamente se requerían dos cosas: llevar un
ejemplar (libro, revista, TBO,…) del que quisieras desprenderte, y disponer en
efectivo (en el bolsillo, claro) de la “tasa” establecida para poder realizar
el cambio. La tarifas, lamentablemente no las recuerdo, pero debían ser
asequibles a la depauperada economía infantil. Alfonso, con su buena memoria
menciona 50 cts. para cambiar un libro, lo acepto por ser la mejor información
disponible, pero me imagino que el importe debería ser variable en función del
material e incluso de su estado.
¿Cómo se procedía? Lo primero era presentar “tu”
ejemplar de TBO o novela, al tendero. Este evaluaba tanto su estado externo e
interior, como su posible interés para otros usuarios, y con un gesto
displicente te señalaba mesa y cajonera en la que podías “bucear” en un
intento, a veces infructuoso, de localizar algo que te interesase y que no
hubieras leído con anterioridad.
Si lo encontrabas, la cosa era sencilla, volvías al
mostrador con el hallazgo en la mano y abonabas la tasa establecida para una
operación digamos “normal” y ¡ya tenías lectura!.
Pero si no lo encontrabas, el tendero, no siempre,
(me imagino que dependía de su intuición, en función de la “calidad e interés”
del ejemplar que aportabas a esa especie de biblioteca de barrio) podía
ofrecerte otras alternativas, como la ir “a
mejor” (para seleccionar material en mejor estado, y por supuesto la
transacción resultaba más cara), o “descender
en la escala de la mugre” lo que, aunque aparentemente supusiera un ahorro
inmediato, inevitablemente conducía a un descenso de posibilidades en el
siguiente cambio.
De vez en cuando se producían discrepancias con la
“tasación inicial” del tendero, a lo que nuestra respuesta, en legítima defensa
de nuestros intereses, era argumentar que el material había sido obtenido “allí
mismo” en un trueque anterior, y había salido de “ese cajón”, y no del que
ahora se nos ofrecía. No siempre resultábamos atendidos…
Lo de cambiar libros era más problemático, al menos
para mí, pues por no se qué artículo familiar de régimen interno, los libros
que disponíamos en casa, recibidos generalmente por Reyes, se consideraban de
propiedad compartida entre los hermanos, o de uso comunitario (aunque pudiesen
haber sido regalados en exclusiva a uno de los miembros). Por tanto quedaban
depositados en una estantería común, en el cuarto de estar, y en caso de desaparición,
rápidamente alguien descubriría su falta. Además era lógico no quisiéramos
desprendernos de los “valiosos e interesantes” libros de Julio Verne o Emilio Salgari.
Y no estoy seguro que el avispado tendero hubiera querido admitir otro ejemplar
más del Ivanhoe, o alguna de las
numerosas biografías edificantes, que nuestras bienintencionadas tías nos
regalaban por Reyes (a saber Hernán Cortés, Pizarro, Cristóbal Colón y demás
seres admirables, en el mejor de los casos).